Redacción y Fotogrfías: Verónica Ramos @vrrms
Una suave brisa acaricia la ciudad mientras las luces de los autos se deslizan sobre el pavimento brillante. Es viernes por la noche, y la espera por lo inevitable se siente en el aire.
Los devotos llegaron temprano, buscando el mejor lugar al frente, pero la multitud amorfa apenas empieza a cobrar vida, como un mar que, en silencio, prepara su oleaje. Hoy es el día. Tras meses de espera, la banda de Bristol, IDLES, regresa a México.
La velada en el Pepsi Center WTC comenzó con la magia de Angélica García, una cantautora estadounidense que, con su rock pop experimental, hechizó a los presentes. Canciones como «Juanita», «Gemini», «Color de dolor», «Y grito», «Paloma» y «Jícama» resonaron como susurros del alma, cada acorde una pieza de su historia. La californiana de raíces méxico-salvadoreñas se alzó como una artista que no solo se escucha, sino que se siente.
Sus melodías se deslizan por el corazón, como una tristeza dulce que conforta. Entre sus ritmos, las sombras se desvanecen, y aunque el público espera el estruendo de las guitarras y baterías de IDLES, se permite respirar junto a Angélica, en un breve paréntesis de calma.
El show termina y el silencio cubre el recinto. Los corazones laten al unísono, y en la penumbra, los sentidos se agudizan, las pupilas dilatadas buscando a los cinco IDLES. En ese instante de expectación, todo se detiene.
Con las luces apagadas, el primer golpe de batería de Jon Beavis marca el inicio. Un bucle de teclados tétricos por Mark Bowen abre «IDEA 01», del aclamado álbum TANGK (2024), razón de esta gira. Los gritos despiertan, como un eco colectivo, mientras las siluetas de los músicos emergen entre el humo y una luz blanca que palpita como un sueño.
Desde el primer momento, una mezcla de afecto y frenesí envuelve el ambiente. Joe Talbot, con su voz rasposa, impone su presencia, y al pedir que la multitud se abra, la energía se vuelve palpable, casi tangible.
Cuando llega el momento de tocar “The Wheel”, la voz de Talbot retumba, dejando un mensaje difícil de ignorar: “Esta canción es sobre cómo sobreviví a la muerte de mi madre… Si te sientes solo de alguna manera, por favor, comparte tus sentimientos con alguien más”.
La euforia del show es indescriptible, pero el mensaje se siente tan esencial como el estruendo de la música.
El espectáculo continúa entre saltos, gritos y energía desbordada. Algunos, ya empapados en sudor, se quitan la camiseta y se lanzan al moshpit. A primera vista, parece una barbarie de golpes y caos, pero es puro amor: si caes, alguien te levanta. Los rostros, bañados en sudor, se iluminan tenuemente con las luces estridentes que llegan del escenario.
Lo hacen excelente; la banda se entrega sin reservas, y así transcurren casi dos horas de frenesí, de bailes frenéticos y ritmos desenfrenados. Porque, después de todo, LOVE IS THE FING.
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